La ambición desmesurada,
los temores o la ignorancia hacen cometer torpezas tan terribles que garantizan
la vergüenza, no solo de coetáneos y contemporáneos, sino además, de
generaciones futuras. En su anhelo por trascender en la historia, algunos
dirigentes se dan a la tarea de abandonar los intereses de los pueblos para
garantizar los propios.
El precio de estos actos en Venezuela ha sido alto. Para construir
la Caracas moderna, el General Marcos Pérez Jiménez autorizó la destrucción de
gran parte del patrimonio histórico. Desprendió de su raíz arquitectónica la
naciente patria para sustituirla por una arquitectura neoclásica, en el más
sutil de los casos; por grandes autopistas y, el más notorio sus fetiches, el
hormigón armado. Todo signado por la
angustia progresista. Ese afán de ser modernos y desarrollados nos acorraló en
uno de nuestros peores males: el desarraigo.
Ni los zulianos, íconos del regionalismo, se salvaron a este mal.
Hace 42 años, en la gestión de Rafael Caldera, se destruyó El Saladillo en
nombre, nuevamente, del desarrollo urbano. Derribaron las casas, la tradición,
la cultura, pero el plan progresista nunca se ejecutó. Apenas se terminaron de
construir las torres del saladillo en 2.006.
Igual sucedió, hace un par de años en Aroa, donde el célebre e
iluminadísimo Alcalde, bañado quizás de alguna luz epifánica decidió mandar
remodelar, más bien, demoler y reconstruir, el cementerio de los ingleses, sin
considerar el valor histórico de ese espacio ni los debidos procesos para su
restauración.
Todo esto no es más que un evidente menosprecio a nuestras raíces,
a nuestra historia, a lo que somos. Estos dirigentes, entre tantos más, para no
entrar en detalles y tener que enumerarlos desde Guzmán Blanco hasta Nicolás
Rivas, son víctimas y victimarios del complejo
que superpone el parecer sobre el ser.
Obligados a vivir en otro país, un país inventado por el
desarrollismo, se nos impuso un exilio dentro de las fronteras. Pero entonces, ¿Cómo
haremos para retornar ahora a esa patria? ¿Habrá que reinventarla? Nuestra
condena es como la del poeta Cavafis, otro país no existe para nosotros.
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