martes, octubre 23, 2007

Súbditos

Levantó sus manos el hombre de la gran la barriga y los pequeños súbditos cerraron sus bocas de forma inmediata. Se pasó las manos por el rostro, disimulo una sonrisa, miró a los presentes y dijo:
—Estamos reunidos en esta oportunidad compañeros para tratar un tema de gran importancia para la humanidad. Es hora de darle el poder a nuestros hermanos… tenemos que desechar los vicios del pasado que solo nos llevan a la miseria.

En cada oración, entrelazaba sus dedos apoyando sus manos sobre la voluptuosa panza. No paró de hablar durante casi una hora. Habló de él, de sus logros, de su infinita bondad y su sapiencia. Contó también de su experiencia en otros mundos, y como lo amaban los extranjeros. Por supuesto no podía desaprovechar la oportunidad para mencionar dentro del discurso su gran humildad.

En la fila delantera los lacayos reían a carcajadas ante cada mal chiste, y por lo general ellos eran el objeto de la burla. Lo admiraban. Mas bien lo odiaban, pero no tenían el valor de decírselo; pues el se mostraba como amo y señor de cuanto ellos anhelaban.

Después de un día de halagos, llegar a casa era una tortura. Allí no había a quien presumir. La mujer lo esperaba todos los días con el deseo de marchito; esa manía de creerse superior lo condenó a una vida miserablemente envidiada; y a la pobre mujer ni siquiera arrastró con él; ella no era más que un espectro que recorría la vieja casa.

Una noche cualquiera después de lo acostumbrado, se desbordó sobre la cama dejando caer la amorfa materia, malgastada por los excesos de alcohol y grasa. El fantasma recorría la casa, abrió la puerta y vio el cuerpo semidesnudo, semiacostado y semidormido. La borrachera no le permitió quitarse la ropa, apenas si puedo desabotonarse la camisa. La mitad del cuerpo reposaba en la cama mientras el resto yacía en el suelo. El estruendoso ronquido retumbaba por toda la casa acompañado de un balbuceo casi indescifrable.

Mala suerte amigo, el doctor te prohibió comer grasa; te dijo que no tomaras cerveza, y que por ninguna razón dejaras de tomar la pastillita para el corazón. Pero como siempre, soberbio ante todo. Le dijiste al doctor que eras un hombre sano, que no necesitabas restringirte para ser feliz. Es una pena perderte, pero, que le vamos a hacer, así es la vida.

Los súbditos lloraron sobre la tumba de mármol; nadie más que ellos puedo cargarlo hasta el cementerio; ni siquiera los hermanos pudieron persuadirlos para que soltaran el féretro. El olor a clavel y los poemas tristes casi matan al fantasma que en veinte años no había salido de la casa. Todos lloraron, todos fueron su mejor amigo; todos lo amaron.

Los lacayos se libraron del yugo, se deshicieron del despiadado que los humillaba; sin embargo se sentían incompletos. Así que le buscaron un reemplazo.

En la primera fila ellos vuelven a reír, han encontrado otro igual, a quien aman y odian con la misma intensidad.

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