Escuela Literaria del Sur

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miércoles, abril 01, 2009

Los ojos del troyano

Me lanzó una mirada frontal y comprendí, por alguna razón que no he llegado a dilucidar, que me estaba saludando. En el fondo me alegra que haya logrado reconocer mi rostro en medio de la multitud de sus cotidianidades.

Su cabello alborotado, típico en los hombres que acostumbran a pasar sus manos sobre el, quizás por algún tic nervioso, era la fotografía de un matorral color ceniza batido por el viento. Se apoyó en los pasamanos, y con la destreza de un gimnasta sobre el potro, levantó su cuerpo de la silla de ruedas y lo dejó caer a los márgenes de una acera contaminada de huellas. Contaminada de olvido.

Procuró dejar la silla a un lado del teléfono público. Se tendió, emulando las poses de aquellas sirenas de las viejas películas, acariciadas por las olas y la música fresca, mientras a lo lejos se dejan oír las graves voces de los caracoles. Claro que para Héctor la ciudad ha preparado vallenatos, como parte de la banda sonora de su historia, y en vez de caracoles, las cornetas afónicas, y los diáfanos insultos de los apresurados.

Yo, estoy detenido a pocos años de él. A pocos pasos. Veo sus ojos de glúteos femeninos; ojos que se posan en cada fragancia de hembra, antes de que sus manos se rindan ante la magnificencia de los cuerpos apetecibles. Cuerpos gloriosos de una mañana suicida.

Alguien le tira una moneda y lo saluda, él responde con onomatopéyico gesto, mientras escucha el metálico sonido de las pequeñas montañas de monedas que se van formando en la caja. Lo observo mirar sus piernas casi ausentes. Piernas que debieron ser fuertes para poder enfrentar a Aquiles. Para corresponder al honor de ser, corresponder al linaje en acto heroico y desenfadado a los predios de la muerte meritoria de un aguerrido príncipe.

Lo veo tan cerca que al mismo tiempo puedo verme de frente a él dejando caer una moneda sobre la caja acumuladora de saludos. Me veo en cada rostro sin nombre que lo circunda, en cada risa envenenada, en los ojos que lo fusilan. Me veo en el cigarro que fuma sin pausa, como tratando de huir en el humo blanquecino que se eleva hasta la nariz de hombre que alquila celulares.

Sacude su cabeza con la boca entreabierta, dejando que la lengua tome un respiro, que pueda asomarse y ver lo que hay más allá de los bloques amarillentos que rodean su frontera. Un mundo, que a pesar de su indiferencia, es su mundo. Las calles desprendidas de la montaña en vertical descenso. La gran hilera de vehículos gruñendo con los peatones, con los otros gruñones, con la vida. La infinita cantidad de zapatos andantes; zapatos pulidos, gastados, lejanos. Un mundo de piernas, de glúteos y quien sabe que más.


Héctor me mira. Sabe que yo lo miro. Me saluda y me emociona pensar que sonríe conmigo. Me ha descubierto observándolo y aprovecha la ocasión. Me hace una seña, frotando el pulgar con los dedos índice y medio de su mano derecha, pero de inmediato unas esbeltas y lampiñas piernas secuestran sus ojos furtivos. Quizás las piernas mas hermosas del día, pues de inmediato el universo se resumió en ellas.

Allí, en medio de la ciudad que grita, él tiene tiempo para amar a la mujer perfecta. Esa que está fragmentada y esparcida en todas. La banalidad de la estética helénica no tiene cabida en el corazón de un hombre que no sabe de prejuicios. Da igual un cuerpo a lo Venus de milo que a las gordas de Botero. La mujer perfecta no sabe de tallas.

Allí, ante los ojos boquiabiertos, Héctor tiene para amarse sin pudor. Piensa en las piernas que lo rodearon y juega con su cuerpo. Debajo del roto blue jean, acondicionado para sus piernas, diminutas y flacas como el tiempo, la sangre fluye con veloces bombeos levantando el único miembro vivo de la cintura para abajo. Se acaricia. Se recrea y disfruta en un mundo paralelo de los placeres negados por la desgracia de un parto mal concebido. Cuántas mujeres caben en un solo cuerpo; cuerpo de rompecabezas excitante.

La ciudad no cesa, y yo debo continuar en el círculo raudo que me constriñe y reclama afronte mi camino. Héctor ha dejado la acera embriagada de autorretratos pastosos, viscosos seres que pudieron tener nombre y oficio en un futuro negado a recibirlos. Mientras tanto, dejo caer una moneda y espero que sus ojos vuelvan al lugar habitual, dos cuencas desorientadas por el éxtasis. Espero su saludo para verme en los ojos del troyano. Los ojos aguerridos que encontraron a la mujer perfecta.

De tres por dos

Etílicas pieles bañadas en espuma
al borde del altar más soez de los dioses.
Serenata inconclusa de cuerpos mortíferos,
estridente solo de sudores y besos
en un paraíso de tres por dos
en un paraíso arrinconado
entre cuadriculadas montañas

Sumados los vapores
concluyo irremediablemente
en la totalidad
después de haber calculado
las livianas pieles del sofá
sumergidas en amarillentas espumas
estimulantes
espumas de un equinoccio postergado
para el encuentro fortuito
de quienes planifican la casualidad

lánguido amanecer
amanecer de lluvia
de piernas
de huidas
de apresurados labios
antes de que la boca que se tragó tu blusa
devorara los últimos destellos de discreción