miércoles, mayo 09, 2012

Exiliados (Parte I)


La ambición  desmesurada, los temores o la ignorancia hacen cometer torpezas tan terribles que garantizan la vergüenza, no solo de coetáneos y contemporáneos, sino además, de generaciones futuras. En su anhelo por trascender en la historia, algunos dirigentes se dan a la tarea de abandonar los intereses de los pueblos para garantizar los propios.
El precio de estos actos en Venezuela ha sido alto. Para construir la Caracas moderna, el General Marcos Pérez Jiménez autorizó la destrucción de gran parte del patrimonio histórico. Desprendió de su raíz arquitectónica la naciente patria para sustituirla por una arquitectura neoclásica, en el más sutil de los casos; por grandes autopistas y, el más notorio sus fetiches, el hormigón armado.  Todo signado por la angustia progresista. Ese afán de ser modernos y desarrollados nos acorraló en uno de nuestros peores males: el desarraigo.
Ni los zulianos, íconos del regionalismo, se salvaron a este mal. Hace 42 años, en la gestión de Rafael Caldera, se destruyó El Saladillo en nombre, nuevamente, del desarrollo urbano. Derribaron las casas, la tradición, la cultura, pero el plan progresista nunca se ejecutó. Apenas se terminaron de construir las torres del saladillo en 2.006.
Igual sucedió, hace un par de años en Aroa, donde el célebre e iluminadísimo Alcalde, bañado quizás de alguna luz epifánica decidió mandar remodelar, más bien, demoler y reconstruir, el cementerio de los ingleses, sin considerar el valor histórico de ese espacio ni los debidos procesos para su restauración.
Todo esto no es más que un evidente menosprecio a nuestras raíces, a nuestra historia, a lo que somos. Estos dirigentes, entre tantos más, para no entrar en detalles y tener que enumerarlos desde Guzmán Blanco hasta Nicolás Rivas, son víctimas y victimarios del  complejo que superpone el parecer sobre el ser.
Obligados a vivir en otro país, un país inventado por el desarrollismo, se nos impuso un exilio dentro de las fronteras. Pero entonces, ¿Cómo haremos para retornar ahora a esa patria? ¿Habrá que reinventarla? Nuestra condena es como la del poeta Cavafis, otro país no existe para nosotros.

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